miércoles, 7 de enero de 2009

La flor de los pechos blancos


Tiene los pechos blancos cada mañana, esa flor negra y delicada, que amablemente sostiene en mi boca la leche. Hace unos días la sembré en mi jardín y vi como crecía de ella, esos pechos suaves que con cada mamada han ido decayendo. Ella es la flor que se vende en los prostíbulos, la bella Julieta de ojos grises a la que bautizaron por Silvia.

Nos conocimos una semana antes de sembrarla en las afueras de mi casa, ella y su tul transparente provocaron mi atención. Andrè curioso, Andrè ¡gato sucio!, soy muy pequeño para ser un pervertido (eso dijo Silvia) mientras mis manos pequeñas y huesudas de niño, apachurraban sus pechos como globos (no hay malicia en un niño, eso creen los viejos). Malicia quizás no, libido sí. ¡Qué suave y qué linda es Silvia!, pasaba a su lado mordiéndole los pechos, mas tarde en la noche deseaba irrumpir en su ventana, ser un pájaro de carroña, comer de esa carne que otros comían. ¡Oh Silvia!, cada poema que escribía en su nombre, enamorado sí, enamorado como un bobo con el peor de los síndromes down.

¡Silvia!, ¡Silvia!, ¡Silvia!, la fiebre iba y venía, mi madre apostaba por el comienzo de la rubéola o el sarampión, en mi delirio jugaba con los pechos de mi madre, le susurraba ¡Silvia!. Era imposible, un niño de trece años, apasionado y pervertido, mamá no creía lo que en delirios de fiebre hablaba. Unas buenas inyecciones, el culo rojo, y salí de nuevo a caminar, falté dos días a la escuela, sentado en el parque de la guitarra, tocaba las cuerdas, las escalas en bemol. No la veía, no veía a Silvia, como decirle lo que sentía por ella. Quería ser su marido y llenarle la panza de mis hijos, poblarla, poblar la tierra con ella y llenar la ciudad de dioses. Yo era un Dios, delgado y de cabellos claros, un Dios de sangre gitana, estudiante de una escuela pública de varones, insolente y amigo de nadie, demasiado para ellos, pero como explicarles que el sol le llenó la panza a mamá y yo era un Dios. Escribo hace seis años, mi abuelo me tira de panzasos las orejas, dice que soy desorejado y me presta sus libros de filosofía, él estudió desde niño en un internado de curas (debo rezar para comer y para acostarme, a un invisible que nunca me ha querido). Mi abuelo va a la iglesia y me lleva, allí me enteré que mis pensamientos son de pecador, el sacerdote dice que los pervertidos iran al infierno, será por eso que el invisible no me quiere, una vez quise violar a su madre (una tal virgen que lo parió en diciembre 25). Su madre es linda como Silvia, lastima que la virgen sea de yeso, cuantas veces la soñé sin ropa, gimiendo como dos perros sucios (no puedo confesar eso al cura). Silvia y todos, me ven como tierno, y el hombre barbado de mis sueños me cree delicado como niña (nunca entenderé a los viejos ¡lo juro!)

Silvia desapareció la última semana, encontraron su cadáver desfigurado cerca al río, rodeado de gallinazos, ya sin rostro. Yo lo supe, la reconocí por sus pechos blancos y sus pezones grandes, fue la noticia sin sentido. Esa noche lloré mucho, mi fiebre había soñado su muerte. Escapé de casa en madrugada, entré en la morgue y la robé. En casa escarbé el jardín, hice un hoyo para su cuerpo y la metí, sólo dejé sus pechos afuera colgando como frutos frescos. Mi manos pequeñas y huesudas volvieron a cogerlos, y mi boca por vez segunda a morderlos con suavidad. Sudaba frío, las gotas de mi sudor caían sobre sus pechos y la mañana empezaba a asomarse. Regresé a mi cama y dormí hasta ayer, una planta extraña regaba mamá. Era una flor negra de pechos blancos, era una flor con pechos, una flor mágica a la que yo Dios, la nombre Silvia, mi amor.

Andrè Ivrè(hoy) 09 agosto, 1993

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